Poetas amigos




En esta página deseo ir mostrando algunos poemas de gente amiga, cercana, colaboradora... personas que piensan, sienten y expresan la sencillez y la arrogancia de la poesía como lo que es: un racimo de expresiones amargas o dulces que buscan lo esplendoroso en lo sensato y la detracción desde el respeto a todo y a todos.
Inauguro esta página con un poema de mi amigo del alma, Pedro Domínguez Herrera. Muchos más suyos y de otros quiero que acompañen a estos primeros versos.

Con posterioridad he decidido incorporar relatos cortos a esta página. Quiero con ello abrir una nueva puerta que me dé acceso a compartir  con mis amigos sus inquietudes en la prosa.



¡Dios...! Perdónales porque sabes lo que sufren
(Cuento original de Pedro Domínguez Herrera)

Eran aproximadamente las tres, cuando Eloísa, una chica de unos veinticuatro años, que trabajaba en una delegación de Hacienda, se dirigía a su casa a tomar el almuerzo. Iba pen­sando en los días de vacaciones en Canarias meses atrás, hasta que el frenazo de un automóvil le cortó el hilo de sus recuerdos.
-¡Mire lo que hace! -dijo la histérica conductora.
-Perdone, estaba distraída.
Al poco del suceso, siguió recordando a Lucas, con quien había pasado unos días maravillosos en Gran Canaria. Ella se sentía sola, porque los pretendientes que había tenido hasta ahora no le gustaron lo suficiente como para el matrimonio. Su ideal era el hombre que le atajara las dudas, la hiciese feliz y la protegiese.
Ya en su casa se sentó en el sofá, con las manos detrás de la nuca, abrumada por los deseos. Hacía un mes que no recibía carta de él.
La abuela estaba oyendo la radio en la misma sala.
-¿Cuántos novios tuvo usted, abuela?
-Ya eso está muy lejos. ¿Y tú, cuántos? -preguntó la vieja inquisitiva-. ¿Y ése que tanto te escribe?
-Ése parece distinto, porque no se hace una a la idea de que nuestras relaciones terminen; ¡pero, si sólo salimos ocho días!. Me dice que me recuerda mucho, pero eso no basta.
-Si pasases aquí tus vacaciones y no conocieses a tanta gente, te sería mas fácil casarte y quizás con un chico tan noble que no lo superen. Pero hoy conoces a uno, mañana a otro y se te va la juventud y no te das cuenta que hasta en la misma oficina hay algún muchacho que te puede hacer feliz. Si tiene interés ese que tanto te escribe, que venga aquí, donde tú estás.
Su hermana Emilia entró en la estancia, como buscando algo. Llevaba un delantal de plástico cuajado de rosetas multicolores.
-Esta mañana te llamaron.
-¿Quien? -preguntó Eloísa.
-Pues no sé, un chico, y al decirle que llegarías sobre esta hora, dijo que luego te llamaría.
-¡Siempre de bromas!
-¡Que es verdad, mujer!
-Está bien -dijo como para atajar la guasa.
Al poco tiempo el teléfono empezó a sonar. Eloísa lo cogió.
-¿Eres tú, Eloísa?
-Sí
-Soy quien no te imaginas..., Lucas. Ya ves, como un día te dije que vendría a Barcelona. Estoy en la clínica... me han operado del hígado, por eso no te he escrito el último mes, pues me faltaba humor para hacerlo.
-¿Es grave? -preguntó ella, con una mezcla de alegría por estar el amigo tan cerca, y tristeza por su enfermedad.
-Creo que sí. Ven a verme esta tarde, lo deseo mucho.
-Sí, iré. Llamaré a la oficina para decir que no voy a trabajar esta tarde. Es que estamos de inventario.
-¡Gracias!, te lo agradezco muchísimo. Estoy en la sexta planta, habitación seiscientos trece, ¡mira que suerte la del número!


Horas después llegó a la clínica algo sofocada. Buscó los ascensores. Uno estaba estropeado y los demás ocupados. Era la hora de visitas. Subió las escaleras tambaleándose, con la respiración cansada y muy nerviosa. Tomó el pasillo de la sexta planta y buscó la habitación.
Lucas estaba leyendo el Papá Goriot, cuando ella llamó a la puerta.
-¡Adelante!
Eloísa entró algo intimidada. Estaba solo. Su padre había salido un momento a la calle.
-¡Hola! ¿Cómo estás? -dijo ella, aunque lo vio muy amarillo, con ojeras y algo aturdido. Lo único que no se había afectado en él era su amable expresión y su mirada que conservaba el filo de ridiculizarlo todo.
-Algo fastidiado. Siéntate aquí.
Colgó el bolso en el espaldar de la silla que estaba junto a la cabecera de la cama y se sentó con mucho recato. Llevaba un traje blanco que hacía resaltar aun mas el moreno de su cuerpo. Sus ojos, castaños y brillantes, le miraban con compasión y lealtad. Su hermoso pelo le caía sobre sus femeninos y redondeados hombros.
Él sintió, a pesar de la debilidad de su cuerpo y la espera intuida de la muerte, el deseo de amarla aun más.
Ella puso su mano en la fría y húmeda frente del enfermo.
El balbuceó, atragantándosele las palabras por el sentimiento que ella le inspiraba.
-¡Creo que esto es el fin!
-¡No tienes por qué preocuparte! Tú eres fuerte, ya verás que te pondrás mejor. Además, los médicos de este hospital están entre los mejores del país.
-Si así fuera y volviera a la salud de antes, vendré a trabajar aquí, para conocerte mejor.
Tomó la mano de aquella mujer que amaba la vida y lo estaba envenenando de felicidad en aquellos momentos.
Deja que te bese.
La atrajo hacia sí, no sin sentir el punzante dolor que le producía el movimiento de la parte

operada. La besó en la mejilla. A ella se le humedeció la hermosura de su rostro y a él le pareció que un ángel ocupaba el interior de aquella mujer.
Estuvieron largo rato mirándose, acompañados por la elocuencia del silencio.
-¿Con quién estás?
-Con mi padre.
-Me gustaría irme, para que no me vea con estas dichosas lágrimas.
-¿Vendrás mañana?
-Si, claro.
Eloísa salió al pasillo con la esperanza puesta en que mejoraría.
-Esta noche rezaré por él -se impuso a si misma.
Lucas se quedó triste, por no poder salir con ella a pasear y conocer la ciudad.
La puerta se abrió y entró su padre.
-¿Por qué has tardado tanto?
Me llamó el médico que te operó para que le diera esta carta al que te estaba tratando.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas radiografías y un sobre. Puso todo dentro del cajón de la mesilla.
-Acaba de salir una amiga que conocí en Las Palmas; vendrá mañana. Es muy guapa.
Éste era uno de los pocos cambios que se habían producido en él a causa de la enfermedad; el decir las cosas que no fuesen para ocultar, en busca de la conversación y la opinión ajena. Esta vez lo hacía con doble intención, para sacar a relucir o intuir lo que le había dicho el médico a su padre. Tal es la sagacidad de los enfermos de gravedad y tales son sus cambios.
Él sabia que desde que le dijera: "¿Qué te ha dicho el médico?", le pondría en guardia. Pero el viejo cogió el periódico y él se quedó con el recuerdo de Eloísa. Le pare­cía un sueño que hubiese estado allí, pasándole la mano por la frente y llorando. ¿De amor o por compasión?
Aquella noche casi no pudo dormir, pensando en el sobre que veía cada vez que abría el cajón de la mesilla. Empezó a dialogar consigo mismo para justificar su fuerte deseo de abrirlo y saber el dictamen médico. Se decía: "No debo abrir este sobre, pero es como si fuera dirigido a mí; además, si no lo hago, será cobardía".
En esto estaba hacía la medianoche cuando llegó la enfermera con la jeringa para ponerle un tranquilizante.
-Buenas.
-¡Ya está aquí otra vez!
-¡Como todas las noches!
Al poco rato dormía un profundo sueño de droga.
A la mañana siguiente, mientras el padre fue a desayunar, abrió el sobre. Dentro había una carta que decía así:
"Querido amigo: Lo que tú decías; es un caso sin solución. Lo hemos operado para alargarle la vida unos cuantos meses. Creemos que no pasará de cuatro... Sin más, hasta la próxi­ma..."
Sintió un terrible vacío que le desgarraba las entrañas, que le hacía parecer derrotado por el destino. Su vida se extinguiría irresistiblemente. De pronto, notó una gran llamada de la religión y un gran hastío por lo que era; un harapo de carne y sin arreglo. Creyó ahogarse en la cama. Con gran esfuerzo se levantó, corrió las cortinas y el sol entraba como otro día cualquiera en los cuantiosos siglos de la existencia. Se sentía perdido, con la suerte al cuello, pues la enfermedad le había deteriorado su carácter. Del hombre tan sólo quedaba su cáscara aparente. Estaba sugestionado por una fuerza interior: el orgullo que somete a barbaridades.
Abrió la ventana y, al circular el aire mas rápidamente por la estancia, la puerta se cerró de un golpetazo.
-¡Que Dios me perdone! -dijo y, apoyándose en dos sillas, metió a duras penas sus piernas por las ventanas de aluminio. He aquí cómo el hombre, hasta en asuntos tan trágicos como éste, donde él mismo aborta su fin, tiene conciencia de que la vida no le pertenece.
No cesaba de pensar que él era capaz de tirarse desde tanta altura, en busca de una muerte instantánea. Así está la historia llena de casos similares, donde todo tiene algo de todo, vanidad, locura, genio y amor.
La puerta se abrió y una mujer de unas sesenta años, pelo teñido y formas reposadas se adentró en la estancia.
-¿Se puede? -dijo ella.
-¡Adiós señora! Es usted muy amable.
La mujer dejó caer el cubo y le fregona y se lanzó con agilidad inesperada, para aferrarse a él e impedir lo que no pudo, porque el enfermo tomó impulso y cayó al vacío.
Parece imposible lo que puede llegar a pasar por la mente en un momento como éste, en la que se agita tan rápidamente como la velocidad de la luz.
-¡¡Diós...!! -dijo, y antes de terminar la frase se estalló la cabeza contra el suelo. Un jardinero corrió hacia allí; no había nada que hacer. Pidió auxilio, una sábana y tapó al desgraciado suicida.
Al padre no le dejaron ver a su hijo que estaba con la cabeza abierta en varias partes, manando sangre que, debido al desnivel del pavimento y a una rejilla que se encontraba muy cerca del cadáver, se perdía en las entrañas de los apestosos tubos, jugo y savia de la vida.
Eloísa llegó al poco tiempo. La muchedumbre se agolpaba en el frontis de la clínica. Se acercó mientras uno indicaba hacia la ventana, que permanecía abierta.
-¡Se tiró desde allí!
La cortina se agitaba en el hueco. Seguramente fue al abrir la puerta y entrar el enfermero, que encontró a la limpiadora desmayada.
Eloísa subió las escaleras sollozante. ¡Era él! Aquella era su ventana.
La joven vestía pantalones azules, blusa morada y cinto ancho que se ajustaba a la hermosura de su femenina cintura.
Al llegar a la habitación, encontró a la limpiadora sentada en la cama, recuperándose del susto.
-¡Díos mío, es él! -confirmó horrorizada.
Salió dando tumbos, muy húmedos los ojos, los labios oscurecidos y tensos y la expresión adueñada por la angustia. Encontró al padre tan apenado como aturdido. Supo que era él al vez aquella faz desmadejada por el dolor irreparable. Lo besó.
-Serénese -dijo con voz entrecortada.
-¿Usted es la amiga que le visitó ayer? -le preguntó el viejo.
-¡Sí!
-Sólo lo vi feliz cuando habló de usted. -dijo llorando.
El médico, al enterarse, preguntó por la carta, que luego se encontró ensangrentada en el cuerpo del suicida.
Horas después, la joven bajó triste las escaleras. Al llegar a la calle un vientecillo fresco le dio en la cara. Se volvió para mirar el lugar del suceso, donde se habían esparcido los humores de un hombre, que en pocos meses se le habían cambiado las ilusiones y los éxitos por la dureza e impiedad de un destino cruel.
Al llegar a su casa contó lo que había ocurrido. La abuela, para sus adentros, pensó: "Si me hubiera hecho caso hace mucho tiempo, evitando los viajes y el conocer a mucha gente que le atan a su ventura y desgracia, no sufriría ahora este horrible momento... ¡Pobre chico!"

                                                                  
                                                               




Estribillo frenético
(Cuento original de Pedro Domínguez Herrera)

González salió de su pueblo a emprender la jornada laboral entre una aparatosa caravana, sufriendo las ansias de poner el indicador y rebasar la línea continua. Antes de comprar su automóvil de segunda mano llegaba siempre a punto al trabajo, pero ahora, hasta desayunando perdía tiempo y luego eran los desesperos. Recordó cuando casi atropella a un niño; él, que se tenía por un cuarentón respetable, se vería cualquier día por sus despistes, en la desgracia de un accidente.
Era lunes y el fin de semana había resultado agotador. El sábado, después de cenar, su mujer le puso en el portabultos una caseta que se estrenaba y demás menesteres para pasar el domingo en la playa. A la mañana siguiente le llamó muy temprano porque así cogería un buen sitio cerca del embarcadero. Le llevó café a la cama y le mimó un poco. González intentó eludir el compromiso diciendo que le dolía la cabeza y el estómago.
-¡Me lo has prometido! ¿No te da pena de mí, siempre metida entre estas cuatro paredes?
Era verdad. González se lo había prometido una noche, para enternecerla.
Llegaron muy temprano, en un hermoso amanecer de esos en que el sol se presenta hundido en el mar, asomando su cáscara de luz roja anaranjada. Mientras los chiquillos correteaban, González se ejercitó en montar la caseta.
Cuando terminó no sabía qué hacer.
-Me voy y por la tarde vuelvo a buscaros. Tengo frío y no me gusta estar aquí.
-¡Nos vas a dejar solos! Otro día vamos a donde tú quieras. Tómate un poco de coñac que está en la bolsa ama­rilla y abrígate un rato dentro de la caseta.
Ella le había llevado coñac porque sabía el apuro que suponía para su marido enseñar su blanca piel y redondeado cuerpo. González tomó demasiado y al rato dormía a pierna suelta roncando sobre la arena.
A las dos o tres horas despertó. Salió afuera y vio a su mujer con un apretado bañador, enseñando sus naturales líneas a la muchedumbre que, casi indiferente al sexo, se apretujaba en la diosa playa de rubia arena. Las imponentes muchachitas se paseaban ufanas mostrando sus encantos, como dijo el poeta: al aire el muslo bello, ¡qué go­zo, qué ilusión!
Era poco más de las diez y el sol hacía brillar la cinta de arena que recibía los vaivenes del agua azul y nácar. González se metió en la caseta, despreciando el deleite de lo hermoso por la tranquilidad. Se sentó sobre la nevera de plástico y permaneció pensativo largo rato. Mediante la amarillenta luz que se filtraba por la lona de la caseta se formaba la sombra de su mujer. González apretó los dientes y crispó la cara sin saber qué hacer, hasta que recordó que aún le quedaba coñac. Tomó buche a buche y acabó con él.
A los diez minutos se quitó los pantalones y se quedó en bañador. Volvió a salir aguantando una sonrisilla de felicidad química que emanaba de su interior. El sol, que estaba muy lúcido aquel día, le aceleró el efecto. Se puso a dar brinquitos y a hacer flexiones. Luego, aunque no sabía nadar, se metió en el agua y chapoteó hasta el agotamiento. Al salir, se sentó en unas peñas y fue entrando en razón. Se dirigió a su mujer y le dijo:
-Dos horas para irnos, que hoy almorzamos en casa.
Aquello fue terrible. Ella dijo algo así:
-¡Estás chapado a la antigua! -y se fue a gimotear a la caseta.
A las dos horas el coche remontaba hacia el dulce hogar, hasta que por un frenazo se le caló el motor y no pudo ponerlo en marcha. Se puso a mover los cables del distribuidor y a tirar del arranque y nada. En este infortunio estaba cuando llegó un muchacho en moto y le dijo:
-¿Me permite que le ayude?
-¡Si, claro!
Después de lijar los platinos y bujías, lo dejó funcionando.
-Yo trabajo en el taller que está detrás de su casa; pase por allí para dejárselo a punto.
El día siguió insoportable. Él con dolor de cabeza por la resaca y ella atacando con sus inventadas desgracias, dándoles gritos y mojicones a los chiquillos.
González optó por tomarse unos rones ante la tele como intentando desconectarse de la realidad.
Ya entrada la noche y acabado el griterío empezó a recordar las fatigas y los nervios que había sufrido para obtener el carnet de conducir.
En los pocos meses que llevaba de chófer le habían dado un golpe por detrás por haber frenado bruscamente en un semáforo y esto le produjo un tirón en el cuello que le tuvo dolorido un fin de semana. Luego recordó los consejos de Pérez, el de la sección de presupuestos. ¡Si le hubiera hecho caso, viviría más tranquilo!
-¡No te compres el coche porque te esclavizará! Seguros, gasolina, reparaciones, lavados, paseítos a la familia...
Pérez tenía razón. "Él es un genio" -se dijo mientras co­nectaba el limpiaparabrisas.
González siguió en la caravana frena que te frena. Más adelante, unos cuantos coches en la parte de atrás del autobús iba Pérez. Lo vio. Tocó la pita y agitó la mano y Pérez ni se enteraba.
-¡Pero si va dormido! Y yo aquí tan nervioso. ¡Mira que sabe vivir! Él sigue los domingos jugando al ajedrez en el club y por la tarde se queda a ver la tele y yo haciendo de taxista con este maldito cacharro.
Tanto pensaba, que no se percató que detrás de él venía una pareja de agentes de tráfico con sus potentes motos.
Le pareció que el alma le dio un grito en el cuerpo. ¡Ahora! Adelantó rápido y bien, pero no había conectado el indicador. Los polis le siguieron y le mandaron parar. Las multas le habían sacado ya mucho dinero. En este adelantamiento había dejado bastante atrás al autobús.
-Puede seguir.
-Gracias -dijo González, disimulando su perreta.
Mientras los polis se alejaban, como un autómata, sacó del vehículo la chaqueta y los documentos. Puso todo en un parachoques de argamasa. Miró hacia el acantilado con una sonrisa angelical y traviesa. Más abajo había un sitio por donde podía caer el coche, camino que había abierto otro que se veía allá abajo, hecho añicos. Lo puso al borde del precipicio. En esto estaba cuando el autobús, al tener la vía obstruida, paró. El chófer se agarró con firmeza al vo­lante para darle un grito de esos especiales a los que González estaba acostumbrado, pero enseguida comprendió y esperó sonriente y admirativo.
Un empujoncito y el coche cayó dando volteretas, arrastrando piedras y dejando sus restos en el risco.
-¡Al fin libre! -dijo González con ademanes nerviosos. La puerta del autobús se abrió sin él pedirlo.
- Buenos días -dijo el chófer-, tome esta bolsa para que ponga los papeles.
-¡Gracias, señor, es usted muy amable!
Agarrándose de los asientos, llegó hasta donde estaba su amigo y le despertó.
-¡Hola, Pérez! Cuando lleguemos te invito a tomar café.
-¿Qué le pasa al coche?
-Cayó por aquel precipicio.
-¿Y tú aquí? Muchos no tienen tanta suerte. ¿Cómo ha sido eso?
González en el largo trayecto contó sus desventuras a Pérez y hasta ahondó en la filosofía de su amigo sobre la economía nacional.
Después de tomar café subieron a sus respectivos trabajos.
-De aquí en adelante seremos más amigos -dijo González, dándole unas cariñosas palmadas y entró en la oficina.
Pérez notó que las rarezas de su amigo le estaban despertando.
González, mientras ordenaba el fichero, pensaba cómo terminaría lo del coche de forma convincente para su mujer.
-!Ya está! -se dijo. Cogió el teléfono y llamó al redactor de la página de sucesos del periódico local, que también era jefe de relaciones públicas de la empresa.
-Necesito que me hagas un favor. Hoy he estado a punto de matarme con el maldito coche y quiero que salga en el periódico para guardar el recorte y enseñárselo a mi mujer cuando se le antoje coche.
- ¡Sí, hombre! Con mucho gusto.
Al día siguiente, el apartado de sucesos fue espectacular y se hacía anunciar en primera página: Otro accidente en el precipicio de Los Molinetes. Una foto de la chatarra y otra de un hueco del risco, marcado con una cruz, donde había quedado el conductor.
Meses después se había reformado el peligroso trayecto y a él le pareció que con mentir a su amigo no había hecho nada malo, sino una llamada a la prevención de posibles accidentes.
Él seguiría pagando las letras pendientes del coche, pero ya era libre, ya no tendría que lavarlo, cambiarle ruedas, gasolina, excursiones, aparcamientos, multas... Ahora sí era libre y su única ocupación sería el ajedrez, sus li­bros, su familia y el trabajo. Y los coches para los que no piensan como Pérez. Se dijo otra vez:
-¡¡Al fin, libre!!





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ADOLFO GARCÍA GARCÍA - Barranco del Pinar (Gran Canaria)  1949
De su poemario Actuales señores feudales






¡ RECORTES, AR!



Desvelas su frágil sueño

de mes y medio,

obnubilas el temario

al de seis años,

desarbolas al mozuelo

núbil y apuesto,

impones al operario

mayor horario.



¿Qué me dices del clochardo

sin honorarios,

del inútil sin parientes

y sin caletre?

¿Del estudiante becario,

de los sin saldo?

¿Qué será de quien padece

sed, hambre o gérmenes?



Ya lo sé, no me lo digas:

las compasivas

dueñas ganarán el cielo

dándoles rezos,

fregaduras, ropa antigua...

y palmaditas.

Gracias, crisis, porque veo

lo que poseo.






ALDEA





Con cereal especulan,

tejen penurias

rebajándole los precios

al arrocero;

en cambio, a quienes lo urjan


se les despluma

recaudando en fiebre, sueños,

fe, pus y entierros.



Aldea Global lo llaman.

Más bien solana

de cualquier mísero pago

donde es lebrancho

el lagarto de la albarda

con su potranca.

Híncanse ante sus agravios,

aclámanle amo.



El jinete apocalíptico

desconocido

monta a lomos de caballo

estampidado,

desgarra el reino abatido,

trama exterminio.

No constan bulas ni ensalmos

contra el Mercado.





PALABRA




La palabra, vacía,

dispersa entre las ruinas de una frase hueca

y de unos labios momios,

está seca.

La palabra fue vino

y tuvo alas en los cafés...,

se disipó el vapor

e hibernaron rescoldos sobres las mesas.

La palabra era arroyo mustio

de una campiña infecta,

se destrozó bajo el vano de la vidriera,

en las cloacas murió

gélida sin antenas.

El sábulo de la ribera

sepultó arengas:

no tuvieron cadencia,

ni fonética,

ni una palabra...,

emigraron, sin prisas, en manada,

con rumbo de otro silencio.

A la orilla de la mente

una palabra me llama,

una palabra me atora,

una palabra,

la palabra palabra

se ahorca.





REAL




Fuerte cierta pesadilla

me atemoriza

de madrugada y de día,

tanto en vigilia

cuanto en siesta imperativa

por ere-jía.

Contumaz me pulveriza

su letanía.



Accedo entre muchos nadies

hacia un pasaje...,

ex abrupto quedo anónimo

conmigo solo, 
carrera sin laterales,

sin adelantes

ni atrases, un profundo hoyo

brinda acomodo.



Despierto al salir de casa

no hay calzada,

un boquete desde el suelo

hasta los cielos,

ficticias puertas cerradas,

cero ventanas...,

tatuado el espacio en negro,

carbón nigérrimo.


                                                          ............................................................


MARÍA LUISA ORTEGA LEONARDO (LAS PALMAS DE GRAN CANARIA).

POEMAS PERTENECIENTES A SU LIBRO "DESDE DENTRO. RETRATO INACABADO"


                                                               




UTOPÍA




Querer, poder, todo se funde.

Tener y dar, eso confunde.

Frío no es frío si no es calor.

Dar es poseer y para ello



¿es utopía el puro amor?



Morir, nacer...

Nada es verdad.

¿La realidad es realidad?



El puro ente es, pero es siempre.

Yo soy mitad, ruidos y causas, banalidad.



¿Existe sólo lo ideal?



 
                                                                          





AMIGOS




Recordar como antes,

hace tan poco tiempo

nuestros planes se unieron

para ser planes nuestros.



Una comida ayer,

un asadero hoy.

Guitarras y palabras,

sonrisas y conceptos,

sonidos, ilusiones

que ya no trae el viento.



“¡Qué bien antes!”, decías,

recordando momentos

en que juntos luchamos

por encender la brasa

que fue apagando el tiempo.

    


                                                                            




ENTREGA




Doblar el tronco

y estremecer el alma.

Tender mi mano

hacia tu mano hermana.



Despertar bostezando

de ese sueño infinito,

que te hace no ser nada (ser alguien).



Sentir el alma

libre del tiempo y la cultura,

desnuda junto al alba,

en unión íntima con el absoluto.

El máximo placer,

la unión al ser querido.



Despertar sonriendo

de ese sueño infinito

que hace de tu persona

una persona humana,

capaz de llorar “con”

y no tan sólo “por”.


                                                                           

                                                                             




UNA ESTRELLA




La noche rompe su silencio

con murmullos y ladridos de perros.



Una estrella en mi cielo

a la que intento llegar.

Sólo puedo tenerte, sentirte mía

en la noche.



El aire que respiro me invade,

me limpia, me libera.



Quiero sentirme libre,

destruir la cadena que me ata,

mi propio yo.



Liberar plenamente con la entrega.

Necesito tus ojos.

Tú, mi luz.




***************


Antonio Abad Arencibia Villegas, Tamaraceite, Las Palmas de Gran Canaria (1930-1994)

                                                                 


                                                                        



A LA MUERTE DE DORAMAS



(Romance)







¿Qué manos se enrojecieron

con la sangre derramada

por esos cinco volcanes

que se abrieron en tu espalda?

Por la espalda lo mataron

y lo llamaban Doramas...



Joven, con la piel de tierra,

que el color de las montañas

se le metía en las venas

porque era su enamorada...

Joven el brazo y cintura

y joven también el alma.

Joven el labio y el grito,

joven la verde mirada.



Por los filos de la cumbre,

desde el mar a Tamadaba;

por las arenas calientes

y por la dormida playa

se oyó el grito de los guayres

de toda la Gran Canaria.



Desde el mar hasta la cumbre

lo dijeron las montañas,

que de espaldas lo mataron

y lo llamaban Doramas,

el guayre de Gran Canaria

que tiene el risco en la espalda.



No llevó largo el cabello,

que no era su sangre hidalga,

ni llegara a guanarteme

aunque lo pidiera el alma.

Pero su brazo era el fuerte

y en la cabeza rapada

crecieron las cabelleras

de las glorias conquistadas

frente al hierro de las picas

y maltraídas espadas...



Por la espalda lo mataron

al que llamaban Doramas

y en los oscuros barrancos

iban las harimaguadas

cogiendo las flores rojas

por la sangre derramada

de aquellos cinco volcanes

que se abrieron en su espalda...



¿Qué manos se enrojecieron

con tu palpitar, Doramas,

dejando viuda a la tierra

cárdena de tu montaña,

desde el monte hasta la cumbre

desde la cumbre a la playa?



Por la espalda lo mataron

y gritaba: Faita, Faita..!

muriendo en el labio el grito

y en el cielo la mirada.



                                                                 
***************



Marcos Tiburcio Molina Avila (Nació y murió en Tamaraceite, Las Palmas de Gran Canaria en el período que transcurre entre el segundo y el último cuarto del siglo XX).
                                   
                                                        




Contrastes

Sueño con noches en calma,
sin estrellas ni luceros,
sin luna, silentes, negras
como las alas del cuervo...

Y en el jardín en silencio,
donde murmura la lluvia
y las flores se estremecen
bajo el soplo acariciante
de la brisa vespertina,
sueño en silencios eternos.
Y ansío la paz doliente
de un cementerio: la Muerte...

Pero en los charcos la luna
se refleja pura y blanca.
Y allá, en la noche callada,
tachonada de luceros,
rompe el silencio el lamento
del perro pastor que llama,
en la obscuridad del monte,
a la oveja descarriada...


*





Rosa ajena


Amo a una rosa blanca
de un jardín ajeno.

Puedo aspirar su aroma,
acariciar sus pétalos
y mirarla arrobado...
pero en jardín ajeno.

¡No soy feliz así...!
Mi amor quiere ir más lejos...

¡Quisiera trasplantarla
a mi jardín
y hacerla reina
de mi huerto...!

¡Quisiera cortarla
del rosal ajeno...!


*






   Despedida


Pronto sabrás que he muerto.
Ven a verme siquiera ese día...

Mis ojos no te dirán nada,
porque una mano piadosa
ya los habrá cerrado...

Bésame en la frente.
Pero, si te atreves,
bésame en la boca.
En ella hay un beso
para ti
y tu nombre sellando
mis labios...

*

                                                       
       


SEQUÍA

La tierra está sedienta,

reseca, silenciosa...
Y las enormes grietas,
abiertas por la sed,
son bocas desgarradas,
que en su mudez
imploran...

Es como un cementerio,
sin cruces ni cipreses,
en el que los cadáveres
es todo lo que muere
lentamente de sed,
en una agonía sin fin...

Mueren
los árboles desnudos,
sin ramas y sin nidos;
mueren las plataneras,
con su verde perenne
tornándose amarillo.
Mueren
los campos y los montes,
pelados,
sin una mala hierba.
Mueren las vacas,
descarnadas y hambrientas,
mugiendo lastimeras...

Y los hombres,
quizás también hambrientos,
elevan al cielo
su mirada anhelante,
esperando la lluvia
redentora...

Unos se desesperan
y despotrican de Dios
sin percatarse;
otros, más confiados,
musitan oraciones,
mientras las mujeres,
rosario tras rosario,
se apiñan en la iglesia.

Entretanto,
la azada y el arado
permanecen ociosos,
cubriéndose de herrumbre,
olvidados,
en cualquier rincón
de un viejo alpendre...

Y siguen los hombres
esperando...
Un día y otro día,
un año y otro año,
el cielo les defrauda...


Aquellas cataratas,
que se abrieran un día
en torrencial diluvio
purificador,
permanecen cerradas,
sordas a la súplica
y ajenas al dolor...


*
              


                                                                            



¿Quién  eres?

¡Oh, dulce visión,
compañera de mis noches inmensas,
como trozos de inmensidad!

¿Quién eres?

¿Eres acaso diosa,
mensajera sublime del mundo celestial?
¿O eres la Esperanza, diosa también
para el que desespera,
que ilumina la terrible ansiedad
de mi alma dolorida...?

Di, ¿quién eres?

¡Eres vana ilusión...?
¿O eres realidad que viene hasta mis sueños,
desde el inmenso Olimpo de dioses inmortales?

¿Quién eres, bella imagen...?

Emerges en mis sueños,
como de proceloso mar de nubes ilusorias.
Y extiendo mis manos, febril, para alcanzarte.
No lo consigo. Y brotan perlas en tus ojos de diosa.
Te entristece mi fracaso. ¿Por qué? ¿Quién eres...?



Y soy feliz así, aún sin alcanzarte,
sublime aparición.
Y cuando duermo,
vivo con más intensidad.

Si con la muerte,
que es un sueño inacabable,
me acompañaras tú,
¿qué me importa morir?
¿qué me importa soñar, soñar eternamente...?

*






Una noche de amor


Reina la noche.
Y en el estanque
croan las ranas...

Las pálidas estrellas
se reflejan, trémulas,
en el agua quieta...

Cruje una rama
en el jardín ameno...

“¡Amor mío!”
Después,
el silencio de un beso...

Negativa rotunda.
Besos y juramentos.
Negativa más débil.
(Se acerca la victoria;
la derrota está cerca)

Nuevas palabras dulces,
nuevos besos ardientes,
   nuevas promesas firmes...

Silencio.

Suspiros jadeantes,
besos apasionados,
crujir de hojas resecas...

Y otra vez el silencio...

La noche, sin estrellas,
se deshacía en llanto
sobre tu cuerpo quieto,
en su lecho de rosas
ya marchitas...

Los mil rumores leves
del silencio,
rimando con las sombras,
desgarraban el alma
con trágicos presagios.

Y en tus ojos ya no había fuego.


Sólo una mirada de dulce reproche...



***************


              Pedro Domínguez Herrera






.





8 comentarios:

  1. Tres bellos poemas que son una muestra del verso de mi amigo, de la gran profundidad para la expresión del sentimiento desde la sencillez. Cuando escribe poesía, aparece en Pedro Domínguez la expresión del "yo" aún más humano que lleva dentro.

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  2. Da gusto entrar en este blog y leer poesía que brota, pura, desde el fondo del alma. Además, yendo por delante la palabra amigo. Sí, Mujica, es interesante poner, exponer y reponer de vez en cuando los versos de los amigos, que es otra forma de afrontar descaradamente el sentimiento de amistad. Un abrazo para Pedro y para ti, amigos. Adolfo García.

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  3. Gracias Adolfo por estas sinceras palabras nobles como la nobleza de tu alma....

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  4. Pepe, amigo, te honra el publicar estos versos de Tiburcio y nos honras a los que le conocimos poprque algo de lo nuestro esta en estos versos: El poeta.

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  5. Lo has dicho muy bien, Pedro. Tenemos la satisfacción de poder compartir con él ese sentimiento.

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  6. Es un honor que aparezcan mis versos en tu blog, al lado de personas importantes para ti. Y más si se encuentran cerca de otros de mi gran amigo Pedro Domínguez desde los tiempos de la mili. ¿Alguna vez, desde hace cuarenta y pico años, Pedro, te imaginaste nuestros pensamientos y versos tan unidos en medio de la nada y del mundo, volando indefensos, a la intemperie, acosados por determinados carroñeros del arte salido del espíritu? Gracias, Mújica, por hacerlo posible. Gracias por esa ventana que mantienes abierta para que cualquiera pueda recibir o emitir aire fresco en cualquier momento. Un abrazo a los dos. Adolfo García.

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  7. Gracias a ti, Adolfo, por pasearte por mi blog y participar en él. Además, tenemos el común placer de compartir nuestra amistad con Pedro; a él debo agradecerle la suerte que tengo de poder compartir esta afición contigo, aparte de una sincera amistad.
    Un fuerte abrazo.

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  8. He leído los poemas de Elvira y no encuentro le lenguaje apropiado para sublimar lo sublime, le felicito. Para tanta calidad y armonía...FELICIDADES

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